viernes, 7 de enero de 2011

EL PUEBLO ARAUCANO

(Gabriela Mistral)

Extraño pueblo el araucano entre los otros pueblos indios, y el menos averiguado de todos, el más aplastado por el silencio, que es peor que un “progrom” para aplastar una raza en la liza del mundo.

Mientras norteamericanos y alemanes fojean el suelo de Yucatán, su archivo acostado en arcillas leales, donde la raza está mucho mejor contada que en los dudosos historiadores-soldados, y la remoción entrega cada mes novedades grandes y pequeñas; mientras el sistema de vida social quechua-aimará sigue recibiendo comentario y comentario sapientes que lo hacen el abuelo del hecho ruso contemporáneo, a nadie le ha importado gran cosa –excepto a unos dos o tres especialistas y a otros tantos misioneros– la formidable raza gris, la mancha de águilas cenicientas que vive Biobío abajo, si vivir es eso y no acabarse.

Su epopeya tuvo ese pueblo, una merced con que el conquistador no regaló a los otros, el apelmazado bouquin de Alonso de Ercilla, que pesa unos quintales de octavas tan generosas como imposibles de leer en este tiempo.

Cualquiera hubiera pensado que un pueblo dicho en poema épico, referido elogiosamente por el enemigo, exaltado hasta la colección de clásicos españoles, sería un pueblo de mejor fortuna en su divulgación, bien querido por las generaciones que venían y asunto de cariño permanente dentro de la lengua. No hay tal; la intención generosa sirvió en su tiempo de reivindicación –si es que de eso sirvió–, pero la obra se murió en cincuenta años de la mala muerte literaria que es la del mortal aburrimiento, la de disgustar por el tono falso, que estos tiempos sinceros no perdonan, y de enfadar por el calco homérico ingenuo, de toda ingenuidad.

Lástima grande por el cantor, que fue soldado noble, pieza de carne dentro de la máquina infernal de la conquista, y más lástima aún por la raza que pudo vivir, hasta sin carne alguna, metida en el cuerpo de una buena epopeya, que no le quedaba ancha, sino a su medida.

El bueno de Ercilla trabajó con sudores en esa loa nutrida de trescientas páginas, compuestas en las piedras de talla de las octavas reales. Cumplió con todos los requisitos aprendidos en su colegio para la manipulación de la epopeya; masticó Ilíadas y Odiseas para reforzarse el aliento, e hizo, jadeando, el transporte de la epopeya clásica hasta la Araucanía del grado 40 de latitud sur. Tan fiel quiso ser a sus modelos, según se lo encargaron sus profesores de retórica; tan presente tuvo sus Aquiles y sus Ajax, mientras iba escribiendo; tan convencido estaba el pobre, de que la regla para el canto es una sola, según la catolicidad literaria, que se puso a cantar y contar lo mismo que Homero cantó a sus aqueos, a los indios salvajes que cayeron en sus manos.

Bastante pena se siente de la nobleza de propósito y de la artesanía desperdiciada. La Araucana está muerta y sin señales de resurrección dichosa, aunque me griten: “¡sacrilegio!”, los letrados ancianos, y por ancianos inocentones y pacienzudos, que la leen aún y la comentan en Chile –que en España y América a ninguno se le ocurre ya comentarla ni leerla–. Tocada por donde la tañan, no suena a plata cristalina de verdad; responde como esas campanas de palo que hacía cierto burlón. Menos que sonar gafamente, echa la pobre aquellas sangres tibias que manan todavía tantos libros viejos cuando se les punza cariñosamente. Manoseada por el curioso del año treinta y dos, nuestra Araucana se nos queda en la mano como un pedazote de pasta de papel pesada y sordísima.

No importa el mal poema: la raza vivió el valor magnifico; la raza hostigó y agotó a los conquistadores; el pequeño grupo salvaje, sin proponérselo, vengó a las indiadas laxas del continente y les dejó, en buenas cuentas, lavada su honra.

El pueblo araucano se sume y se pierde para el mundo después de su asomada a la epopeya. La conquista de Chile se consuma en toda la extensión del territorio, excepto en la zona de la maravillosa rebeldía; la Colonia sacude de tanto en tanto su modorra para castigar a la digna indiada con incursiones sangrientas y rápidas que la aplacan por uno o dos años. Acabado el coloniaje vulgar y poltrón, llegará la independencia sin traer novedades hazañosas en la zona centauresca, trayendo sólo ciertos procedimientos nuevos en la lucha.

El mestizaje criollo había de ser igual o peor que la casta ibera hacia la raza materna, y de maternidad ennoblecedora de él mismo, a quien alabará siempre en los discursos embusteros de las fiestas, pero a la evitará dejar subsistente y entera. El mestizaje descubriría la manera de desfondar la fortaleza araucana y de relajar su testarudez dando rienda suelta a sus vicios, particularmente a la embriaguez en unas ocasiones, y enloquecerla con la pérdida del suelo en otras, señalándole la famosa “reducción”, la sabida “reserva”, como un marco insalvable.

Los españoles, vencidos y echados, han debido reírse de buena gana muchas veces de cómo el criollo americano, en todas partes, continuó el aniquilamiento del aborigen con una felonía redonda que toma el contorno del perfecto matricidio.

Mucho se ha asegurado que el alcoholismo es la causa más fuerte de la destrucción indígena o la única de las causas. La que escribe vivió en una ciudad chilena rodeada de una “reducción”, y puede decir alguna cosa de lo que entendió mirándoles vivir un tiempo.

Creo que estas indiadas, como todas las demás, fueron aventadas, enloquecidas y barbarizadas en primer lugar por el despojo de su tierra: los famosos “lanzamientos” fuera de su suelo, la rapiña de una región que les pertenecía por el derecho más natural entre los hechos naturales.

Hay que saber, para aceptar esta afirmación, lo que significa la tierra para el hombre indio; hay que entender que la que para nosotros es una parte de nuestros bienes, una lonja de nuestros numerosos disfrutes, es para el indio su alfa y su omega, el asiento de los hombres y de los dioses, la madre aprendida como tal desde el gateo del niño, algo como una esposa por el amor sensual con que se regodea en ella y la hija suya por siembras y riegos. Estas emociones se trenzan en la pasión profunda del indio por la tierra. Nosotros, gentes perturbadas y corrompidas por la industria; nosotros, descendientes de españoles apáticos para el cultivo, insensibles de toda insensibilidad para el paisaje, y cristianos espectadores en vez de paganos convividotes con ella, no llegaremos nunca al fondo del amor indígena por el suelo, que hay que estudiar especialmente en el indio quechua, maestro agrario en cualquier tiempo.

Perdiendo, pues, la propiedad de su Ceres reconfortante y nutridora, estas gentes perdieron cuantas virtudes tenían en cuanto clan, en cuanto a hombres y en cuanto a simples criaturas vivas. Dejaron caer el gusto del cultivo, abandonaron la lealtad a la tribu, que derivaba de la comunidad agrícola, olvidaron el amor de la familia, que es, como dicen los tradicionalistas, una especie de exhalación del suelo, y una vez acabado en ellos el cultivador, el jefe de familia y el sacerdote o el creyente, fueron reentrando lentamente en la barbarie –entrando, diría yo, porque no eran la barbarie pura que nos han pintado sus expoliadores–. Después de rematar nuestra rapiña, nos hemos puesto a lavar a lejía la expoliación, hasta dejarlo de un blanco de harina. Robar a salvajes es servir la voluntad de un dios, que tendría una voluntad caucásica…

El anexo de mi Liceo de Niñas de Temuco funcionaba vecino al juzgado: la mayor parte de la clientela de aquella sucia casa de pleitos, resolvedora de riñas domingueras, la daba, naturalmente, la indiada de los contornos.

Cada día pasaba yo delante de ese montón de indios querellosos o querellados, que esperaba su turno en la acera, por conversar con las mujeres que habían venido a saber la suerte que corría el marido o el hijo.

Sus caras viriles, cansadas del mayor cansancio que puede verse en este mundo, me irritaban acaso por un resabio de la apología ercillana, acaso por simple sentimiento de mujer que no querría nunca mirar expresión envilecida hasta ese punto en cara de varón. Pero una cosa me clavaba siempre en la puerta del colegio, expectante y removida: la lengua hablada por las mujeres, una lengua en gemido de tórtola sobre la extensión de los trigos, unas parrafadas de santas Antígonas sufridas que ellas dirigían a sus hombres, y cuando quedaban solas, una centinela de rezongo piadoso o quién sabe si de oración antigua, mientras el blanco juzgador, el blanco de todos los climas, ferozmente legal, decía su fallo sin saber la lengua del reo, allá adentro.

Dejé aquella ciudad de memoria amarga para mí, y no volvió a caer en mis oídos acento araucano en quince años, hasta este año de 1932, cuando mis discos me la han traído a Europa a conmoverme de una emoción que tiene un dejo de remordimiento.

Digo sin ningún reparo “remordimiento”. Creo a pies juntillas en los pecados colectivos de los que somos tan responsables como de los otros, y es el dogma de la comunión de los santos el que me ha traído en su espalda el dogma mellizo. Nos valen, dice el primero, los méritos de los mejores, y se comunican desde el primero al último de nosotros como el ritmo de las manos en la ronda de niños; nos manchan y nos llagan, creo yo, los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras.

Mistral, Gabriela. Escritos Políticos. Selección, prólogo y notas de Jaime Quezada. Fondo de Cultura Económica Chile S.A., 1995, pp 45-49.

El autor de esta selección (Jaime Quezada) agrega que este escrito es “parte medular de un artículo más extenso –Música araucana– y publicado originalmente en LA NACIÓN, Buenos Aires, 17 de abril, 1932. Lo recoge también Alfonso M. Escudero, O.S.A. en Recados contando a Chile, Editorial del Pacífico, Santiago, 1957, pp. 80-90.

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