viernes, 7 de enero de 2011

CARTA ABIERTA DE UN JEFE INDIO

“Yo nací hace mil años”

Queridos amigos:

Yo nací hace mil años, en una cultura de arco y flechas, pero, en el espacio de media vida humana, he recorrido las edades hasta llegar a la cultura de la bomba atómica.

Nací en un mundo que amaba las cosas de la naturaleza y les daba nombres hermosos como “Tesoualouit”, en vez de nombres secos y sin gracia como “Stanley Park”. Nací cuando la gente amaba la naturaleza y hablaba con ella como si tuviera un alma. Recuerdo cuando en mi infancia remontaba el Indian River con mi padre. Recuerdo cómo contemplaba el sol sobre el monte Pénéné. Le recuerdo expresando su agradecimiento con un canto, como tantas veces lo vi, y pronunciando muy dulcemente la palabra india “gracias”.

Pero llegaron nuevas gentes, cada vez más numerosas, como una oleada arrolladora y destructiva que aceleraba el curso de los años, y de pronto me encontré en el siglo XX. Me encontré a mí mismo y a mi pueblo flotando a la deriva de esta nueva época. No formábamos parte de ella, nos anegábamos en su marejada irresistible, como cautivos que giran y giran en sus pequeñas reservas, en sus parcelas de tierra.

Parecía como si flotáramos en una gris irrealidad: avergonzados de nuestra cultura que vosotros ridiculizabais, inseguros de nuestra personalidad y de nuestro rumbo, dudando de poder aprehender el presente y con una muy débil esperanza de futuro.

Yo había imaginado algo mejor que esto durante unos pocos años. Vi a mi pueblo viviendo la vieja vida tradicional, cuando todavía tenía dignidad y creía en su manera de concebir las cosas. Les he conocido cuando confiaban tácitamente en su hogar y tenían una cierta noción de cuál había de ser el sentido de su peregrinar por la tierra. Pero, por desgracia, vivían con la mortecina energía de una cultura moribunda, de una cultura que perdía poco a poco su impulso vital.

No hemos tenido tiempo de adaptarnos al brutal crecimiento que nos rodeaba, y es como si hubiéramos perdido lo que teníamos sin sustituirlo con otra cosa. No hemos tenido tiempo de abordar el progreso del siglo XX poco a poco, ni digerirlo.

¿Sabéis lo que supone no tener un país? ¿Sabéis lo que es vivir en mundo feo? Eso es algo que deprime al hombre, porque el hombre tiene que estar rodeado de belleza y en ella debe crecer su alma.

¿Imagináis acaso lo que es sentir que no se tiene valor alguno para la sociedad y para quienes nos rodean y saber que hay gente que ha venido para ayudaros, pero no para trabajar con vosotros? Porque vosotros os dabais perfecta cuenta de que no podíamos ofreceros nada. ¿Sabéis lo que es sentir que la propia raza se halla disminuida y llegar a pensar que constituye una carga para el país? Quizá no éramos lo suficientemente avispados como para aportar una contribución que tuviera sentido, pero nadie tenía la paciencia de esperar a que nosotros pudiéramos aprender. Hemos sido relegados porque éramos torpes y no sabíamos aprender.

¿Sabéis lo que es no sentir orgullo alguno por la propia raza, por la familia, no tener amor propio ni confianza en sí mismo? No podéis saberlo porque nunca habéis conocido esa amargura. Pero yo voy a explicároslo: la cosa consiste en que uno no se preocupa por el día de mañana porque mañana no cuenta para nada. Se vive en una reserva, es decir en una especie de basurero público, porque se ha perdido todo sentimiento de lo bello.

Y ahora nos tendéis la mano y nos pedís que vayamos hacia vosotros. “¡Ven e intégrate!”: eso es lo que nos decís. Pero ¿cómo llegar hasta vosotros? Yo soy un ser desnudo y avergonzado. ¿Cómo caminar con dignidad? No tengo nada que dar. ¿Qué apreciáis vosotros en mi cultura, en mi pobre tesoro? Sólo sabéis despreciarla. ¿Deberé ir hacia vosotros como un mendigo, para recibirlo todo de vuestra mano omnipotente?

Haga lo que haga, tengo que esperar, demorarme, encontrarme a mí mismo, encontrar mi tesoro, esperar a que deseéis algo de mí y necesitéis ese algo que soy yo. Y entonces podré alzar la cabeza y decir a mi mujer a mis hijos: “Escuchad, me llaman, me necesitan. ¡Voy hacia ellos!” Y entonces podré cruzar la calle con la cabeza alta porque iré a hablaros de igual a igual. No os despreciaré por vuestro paternalismo, pero vosotros tampoco me trataréis con conmiseración. Puedo vivir sin vuestra limosna pero no puedo vivir sin mi hombría. No me arrodillaré ante vuestra compasión. Vendré con dignidad y, si no, no vendré.

Vosotros habláis en las escuelas de integración. Pero ¿se puede hablar de integración cuando no hay una integración social, una integración de los corazones y de los espíritus?

Acompañadme al patio de una escuela en la que se pretende que reina la integración. El suelo es negro, plano, liso y feo; mirad, es la hora del recreo: los alumnos corren hacia el patio. Y se forman entonces dos grupos distantes: a un lado los alumnos blancos y allá lejos, junto a la empalizada, los autóctonos. Volved a mirar el patio; ya no es plano; se yerguen montañas, se abren valles, surge un gran abismo entre los dos grupos, el vuestro y el mío, y nadie parece capaz de salvarlo. Esperad, va a sonar muy pronto la campana y los alumnos abandonarán el patio. Solamente se mezclarán en el interior ya que en un aula es imposible producir un abismo grande: sólo puede haberlos pequeños porque no toleramos los grandes.

¿Qué es lo que queremos? Sobre todo, queremos ser respetados y sentir que nuestro pueblo tiene su valor propio. Queremos tener las mismas posibilidades de triunfar en la vida, pero nosotros no podemos triunfar con arreglo a vuestras condiciones ni progresar según vuestras normas: necesitamos una enseñanza especial, una ayuda específica durante los años de formación, cursos especiales de inglés; necesitamos orientación y asesoramiento, oportunidades laborales equivalentes para nuestros jóvenes cuando terminen los estudios, ya que, si no, se descorazonarán y dirán: “¿Para qué nos ha servido todo esto?”

Nadie debe olvidar que nuestro pueblo tiene unos derechos especiales, garantizados por promesas y tratados. Nosotros no los mendigamos y no os agradecemos, porque bien sabe Dios que el precio ha sido exorbitante: el precio ha sido nuestra cultura, nuestra dignidad y el respeto que sentíamos por nosotros mismos. Hemos pagado, pagado y pagado hasta llegar a ser una raza herida, conquistada y minada por la pobreza.

Gracias por haberme escuchado; sé muy bien que en el fondo de vosotros mismos desearíais ayudarnos. Me pregunto sin podéis hacer gran cosa. Sí, podéis hacer muchas cosas. Cada vez que encontréis a mis hijos respetadlos como lo que son: hijos míos y hermanos vuestros.

Dan George

• Esta carta de Dan George, jefe de la tribu de los indios capilanos (Columbia Británica, Canadá) fue leída por el misionero André-Pierre Steinman, en el coloquio del que se da cuenta en las páginas 4 a 11. El Padre Steinman, de Puvirnituq, Nuevo Québec, que ha vivido más de 30 años entre los esquimales, afirmó en tal ocasión que, a su juicio, la elocuente carta del jefe indio expresaba también los sentimientos de los esquimales de Groenlandia y del Canadá.


Revista El Correo de la UNESCO. Enero de 1975, año XXVIII, pp 20

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