viernes, 7 de enero de 2011

EDMUND REUEL SMITH (1)

Tan luego como hubimos establecido nuestro campamento principiaron a llegar los curiosos, hombres y niños, atraídos por la novedad y tal vez con la esperanza de poder hurtar algo. Casi todos vestían el chiripá, prenda en forma de poncho que envuelve el cuerpo desde la cintura hasta los tobillos y sujeta por un cinturón o faja. Algunos usaban ponchos y unos pocos llevaban también camisas, viejas y mugrientas. Un indio de anchas espaldas, a pesar de no tener camisa, lucía un chaleco, demasiado estrecho para cruzar su poderoso busto, y llevaba en la cabeza un gorro viejo con galón de plata muy oxidada, en vez del pañuelo o cinta de colores con que generalmente sujetan el pelo.

No demostraban la taciturnidad e indiferencia estoica que estamos acostumbrados a atribuir a todos los indios; al contrario, eran vivos, habladores y en extremo novedosos. No dejaron nada sin examinarlo y aun mi traje, botas y sombrero no se escaparon de sus pesquisas, que acompañaban de risas, chanzas y exclamaciones de sorpresa. El cacique no demoró mucho en acercarse también y luego entabló conversación. Tenía mucho que preguntar sobre los sentimientos e intenciones del gobierno para con los indios y expresó muchas dudas con respecto de la anunciada visita del presidente Montt a las provincias del sur; temía complicaciones y aparentemente se sintió muy aliviado con las explicaciones de Sánchez. Nadie parecía demostrarle mucha deferencia y me sorprendió la falta de respeto que se notaba para los superiores, sobre todo entre los niños, quienes gozaban de la mayor libertad, mezclándose entre las conversaciones, expresando sus ideas de una manera no superada por la misma juventud yanqui.

Mientras conversábamos se anunció un mensajero de Mañín, enviado a causa de unos robos que habían ocurrido últimamente. El propio, sin desmontarse, dio su mensaje en tono de sonsonete en que se notaban algunos sonidos guturales y la frecuente repetición de las palabras piu, pi, pioe (yo digo, dije yo, dijo él). El cacique le escuchó de pie y todos los demás guardaron un silencio respetuoso. La respuesta se dio con la misma modulación monótona, sin ademanes ni inflexiones de voz, de manera parecida a la de los niños cuando repiten una lección aprendida de memoria.

Para mi modo de ver, anunciaron sus discursos en un estilo poco llamativo, pero Sánchez me dijo que ambos eran considerados oradores y muy reputados por la pureza de su dicción. Los mapuches tienen ideas propias respecto de la elocuencia, la que se estudia por ser el camino más seguro para distinguirse. Cualquier joven que posee cierta facilidad de palabra y una buena memoria puede aspirar a una alta posición. Los caciques siempre eligen para ayudantes y mensajeros a aquellos jóvenes que son capaces de expresar no sólo con claridad sus propias ideas, sino también de repetir con exactitud las palabras de otros, punto de importancia capital para la transmisión de las comunicaciones orales. Los mensajeros, por su constante roce con los hombres principales y por tener que hablar en las asambleas nacionales, obtienen gran influencia y a menudo suceden a los que son superiores a ellos en cuanto a cuna…

Smith, Edmond Reuel. Los Araucanos o notas sobre una jira efectuada entre las tribus indígenas de Chile Meridional. En: Rojas, Manuel. Chile: 5 navegantes y 1 astrónomo. Empresa Editora Zig-Zag, S.A., 1956, pp 83-84.

EDMUND REUEL SMITH (2)

Después de la siesta, Quilal nos acompañó a través del pequeño estero de Nininco hasta los extensos campos donde pacían sus ganados. Media docena de hueñis bien montados nos acompañaban y luego llegó a ser interesante la partida. No hay nada más pintoresco que ver a estos jóvenes salvajes correr a escape por el llano con sus largos cabellos flotando al viento y sus lazos silbando en el aire mientras se lanzan tras los animales que quieren coger…

Después de mucho discutir el precio (a lo que son muy adictos los indios), Sánchez eligió varios animales para llevarlos a su vuelta. Lo que me sorprendió fue que los pagara al momento, pero me dijo que en todo negocio conveniente los indios son más honrados que los cristianos. “No tengo la misma confianza con mis compatriotas –agregó–, porque si pagara anticipado a un chileno me engañaría si fuera posible.”

Smith, Edmond Reuel. Los Araucanos o notas sobre una jira efectuada entre las tribus indígenas de Chile Meridional. En: Rojas, Manuel. Chile: 5 navegantes y 1 astrónomo. Empresa Editora Zig-Zag, S.A., 1956, pp 88.

EDMUND REUEL SMITH (3)

Después de pasar muchos días con Chancay, Sánchez y yo resolvimos hacer una visita formal al gran Mañín, sin que nos siguieran los otros de nuestra comitiva… Nos acompañó una parte del viaje un chileno que trabajaba por cuenta de un vecino indio, recibiendo en recompensa de su labor de cultivar los terrenos, cierto porcentaje de los productos. Se encuentran chilenos por todo el territorio; casi todos son fugitivos de la justicia, que se ganan la vida ocupándose en cualquier trabajo que se les proporcione. Con frecuencia se casan con indias y rápidamente se ponen a nivel de los salvajes, con quienes se asimilan fácilmente, sin conservar otro distintivo de la civilización que el nombre de cristiano.

El camino nos llevó en dirección al oriente, hasta pasar un cerro, y de allí continuó directamente al sur… El camino, surcado y destruido por el mucho tránsito, era indudablemente el peor que había visto hasta entonces. Caminábamos con el mayor cuidado, uno en pos de otro, cuando nos alcanzó un indio, quien anunció su proximidad por el saludo: ¡Mari, mari epu! (Buenos días ambos). Al juntarse con nosotros comenzó el diálogo usual en tales ocasiones, dirigiéndose a Sánchez, quien iba adelante.

Continuó la conversación por más de una hora, evidentemente con el fin de aliviar el tedio del viaje; pero a mí me produjo el efecto contrario y me habría quedado dormido a caballo si las peripecias del camino no me hubieran mantenido despierto. Al salir de los bosques llegamos a una hermosa planicie salpicada de numerosos grupos de árboles, y mirando hacia al oriente vimos por primera vez la cumbre del Quetredeguín. Este pico prominente es un cono truncado que presenta la apariencia de volcán, no sólo por su forma y color, sino también por el hecho de que estando cubierta de nieve la base, la cima se encuentra, sin embargo, completamente desnuda…

El palacio real de Mañín está situado en un rincón pintoresco, respaldado por cerros coronados de bosques, al pie de los cuales corre un riachuelo cristalino que baila alegremente sobre su lecho de guijarros. Con sus verdes prados, aguas puras y elevados árboles, éste me parecía uno de los lugares más hermosos de la región más apetecible de Chile. Sánchez contaba maravillas de su fertilidad.

-Si pudiéramos deshacernos de estos bárbaros –decía–, nosotros los cristianos luego echaríamos abajo los árboles.
-Mejor que queden los bárbaros con sus árboles –dije yo.
-¿Para qué sirven? –preguntó.

Smith, Edmond Reuel. Los Araucanos o notas sobre una jira efectuada entre las tribus indígenas de Chile Meridional. En: Rojas, Manuel. Chile: 5 navegantes y 1 astrónomo. Empresa Editora Zig-Zag, S.A., 1956, pp 97-98.

CARTA ABIERTA DE UN JEFE INDIO

“Yo nací hace mil años”

Queridos amigos:

Yo nací hace mil años, en una cultura de arco y flechas, pero, en el espacio de media vida humana, he recorrido las edades hasta llegar a la cultura de la bomba atómica.

Nací en un mundo que amaba las cosas de la naturaleza y les daba nombres hermosos como “Tesoualouit”, en vez de nombres secos y sin gracia como “Stanley Park”. Nací cuando la gente amaba la naturaleza y hablaba con ella como si tuviera un alma. Recuerdo cuando en mi infancia remontaba el Indian River con mi padre. Recuerdo cómo contemplaba el sol sobre el monte Pénéné. Le recuerdo expresando su agradecimiento con un canto, como tantas veces lo vi, y pronunciando muy dulcemente la palabra india “gracias”.

Pero llegaron nuevas gentes, cada vez más numerosas, como una oleada arrolladora y destructiva que aceleraba el curso de los años, y de pronto me encontré en el siglo XX. Me encontré a mí mismo y a mi pueblo flotando a la deriva de esta nueva época. No formábamos parte de ella, nos anegábamos en su marejada irresistible, como cautivos que giran y giran en sus pequeñas reservas, en sus parcelas de tierra.

Parecía como si flotáramos en una gris irrealidad: avergonzados de nuestra cultura que vosotros ridiculizabais, inseguros de nuestra personalidad y de nuestro rumbo, dudando de poder aprehender el presente y con una muy débil esperanza de futuro.

Yo había imaginado algo mejor que esto durante unos pocos años. Vi a mi pueblo viviendo la vieja vida tradicional, cuando todavía tenía dignidad y creía en su manera de concebir las cosas. Les he conocido cuando confiaban tácitamente en su hogar y tenían una cierta noción de cuál había de ser el sentido de su peregrinar por la tierra. Pero, por desgracia, vivían con la mortecina energía de una cultura moribunda, de una cultura que perdía poco a poco su impulso vital.

No hemos tenido tiempo de adaptarnos al brutal crecimiento que nos rodeaba, y es como si hubiéramos perdido lo que teníamos sin sustituirlo con otra cosa. No hemos tenido tiempo de abordar el progreso del siglo XX poco a poco, ni digerirlo.

¿Sabéis lo que supone no tener un país? ¿Sabéis lo que es vivir en mundo feo? Eso es algo que deprime al hombre, porque el hombre tiene que estar rodeado de belleza y en ella debe crecer su alma.

¿Imagináis acaso lo que es sentir que no se tiene valor alguno para la sociedad y para quienes nos rodean y saber que hay gente que ha venido para ayudaros, pero no para trabajar con vosotros? Porque vosotros os dabais perfecta cuenta de que no podíamos ofreceros nada. ¿Sabéis lo que es sentir que la propia raza se halla disminuida y llegar a pensar que constituye una carga para el país? Quizá no éramos lo suficientemente avispados como para aportar una contribución que tuviera sentido, pero nadie tenía la paciencia de esperar a que nosotros pudiéramos aprender. Hemos sido relegados porque éramos torpes y no sabíamos aprender.

¿Sabéis lo que es no sentir orgullo alguno por la propia raza, por la familia, no tener amor propio ni confianza en sí mismo? No podéis saberlo porque nunca habéis conocido esa amargura. Pero yo voy a explicároslo: la cosa consiste en que uno no se preocupa por el día de mañana porque mañana no cuenta para nada. Se vive en una reserva, es decir en una especie de basurero público, porque se ha perdido todo sentimiento de lo bello.

Y ahora nos tendéis la mano y nos pedís que vayamos hacia vosotros. “¡Ven e intégrate!”: eso es lo que nos decís. Pero ¿cómo llegar hasta vosotros? Yo soy un ser desnudo y avergonzado. ¿Cómo caminar con dignidad? No tengo nada que dar. ¿Qué apreciáis vosotros en mi cultura, en mi pobre tesoro? Sólo sabéis despreciarla. ¿Deberé ir hacia vosotros como un mendigo, para recibirlo todo de vuestra mano omnipotente?

Haga lo que haga, tengo que esperar, demorarme, encontrarme a mí mismo, encontrar mi tesoro, esperar a que deseéis algo de mí y necesitéis ese algo que soy yo. Y entonces podré alzar la cabeza y decir a mi mujer a mis hijos: “Escuchad, me llaman, me necesitan. ¡Voy hacia ellos!” Y entonces podré cruzar la calle con la cabeza alta porque iré a hablaros de igual a igual. No os despreciaré por vuestro paternalismo, pero vosotros tampoco me trataréis con conmiseración. Puedo vivir sin vuestra limosna pero no puedo vivir sin mi hombría. No me arrodillaré ante vuestra compasión. Vendré con dignidad y, si no, no vendré.

Vosotros habláis en las escuelas de integración. Pero ¿se puede hablar de integración cuando no hay una integración social, una integración de los corazones y de los espíritus?

Acompañadme al patio de una escuela en la que se pretende que reina la integración. El suelo es negro, plano, liso y feo; mirad, es la hora del recreo: los alumnos corren hacia el patio. Y se forman entonces dos grupos distantes: a un lado los alumnos blancos y allá lejos, junto a la empalizada, los autóctonos. Volved a mirar el patio; ya no es plano; se yerguen montañas, se abren valles, surge un gran abismo entre los dos grupos, el vuestro y el mío, y nadie parece capaz de salvarlo. Esperad, va a sonar muy pronto la campana y los alumnos abandonarán el patio. Solamente se mezclarán en el interior ya que en un aula es imposible producir un abismo grande: sólo puede haberlos pequeños porque no toleramos los grandes.

¿Qué es lo que queremos? Sobre todo, queremos ser respetados y sentir que nuestro pueblo tiene su valor propio. Queremos tener las mismas posibilidades de triunfar en la vida, pero nosotros no podemos triunfar con arreglo a vuestras condiciones ni progresar según vuestras normas: necesitamos una enseñanza especial, una ayuda específica durante los años de formación, cursos especiales de inglés; necesitamos orientación y asesoramiento, oportunidades laborales equivalentes para nuestros jóvenes cuando terminen los estudios, ya que, si no, se descorazonarán y dirán: “¿Para qué nos ha servido todo esto?”

Nadie debe olvidar que nuestro pueblo tiene unos derechos especiales, garantizados por promesas y tratados. Nosotros no los mendigamos y no os agradecemos, porque bien sabe Dios que el precio ha sido exorbitante: el precio ha sido nuestra cultura, nuestra dignidad y el respeto que sentíamos por nosotros mismos. Hemos pagado, pagado y pagado hasta llegar a ser una raza herida, conquistada y minada por la pobreza.

Gracias por haberme escuchado; sé muy bien que en el fondo de vosotros mismos desearíais ayudarnos. Me pregunto sin podéis hacer gran cosa. Sí, podéis hacer muchas cosas. Cada vez que encontréis a mis hijos respetadlos como lo que son: hijos míos y hermanos vuestros.

Dan George

• Esta carta de Dan George, jefe de la tribu de los indios capilanos (Columbia Británica, Canadá) fue leída por el misionero André-Pierre Steinman, en el coloquio del que se da cuenta en las páginas 4 a 11. El Padre Steinman, de Puvirnituq, Nuevo Québec, que ha vivido más de 30 años entre los esquimales, afirmó en tal ocasión que, a su juicio, la elocuente carta del jefe indio expresaba también los sentimientos de los esquimales de Groenlandia y del Canadá.


Revista El Correo de la UNESCO. Enero de 1975, año XXVIII, pp 20

DÉCIMAS

Las siguientes décimas aparecen en el libro “La Biblia del Pueblo” del padre Miguel Jordá (Editorial Salesiana, 1978), producto de un trabajo de recolección de textos pertenecientes al repertorio de la poesía popular chilena que realizan los poetas populares en la zona central de Chile. En este libro se pueden conocer versos a lo divino y a lo humano. Los versos a lo humano que doy a conocer a continuación reflejan una particular visión que - de nosotros los mapuche - tiene una parte de la sociedad chilena.

LOS INDIOS ARAUCANOS
(Olegario Méndez – Lonquén)

Los mapuches y araucanos
eran indios de temer
eran buenos pa’ correr
muy esquivos y baqueanos.
Con el arco de sus manos
peleaban con afán
Lautaro y Caupolicán
eran hombres valerosos
derrotaron a los godos
con astucia sin igual.

Eran indios indomables
más feroces que un león
su coraje y su tesón
en verdad son admirables.
Viven más allá del Maule
nadie se puede acercar
no los puede dominar
el valeroso español
pelean de sol a sol
sin dejarse capturar.

Fue tomado prisionero
el muy valiente Lautaro
y a este Toqui sin reparo
toda confianza le dieron.
Fue un error que cometieron
de hacerlo caballerizo
con ser que estaba sumiso
se fijaba en sus ideas
les conoció la pelea
y muy astuto se hizo.

Cierto día se arrancó
de aquel Fuerte así no más
se juntó con los demás
y un ejército adiestró.
En grupos los dividió
aquel indio inteligente
peleaba frente a frente
con aquel godo guerrero
y se llevó prisionero
a Valdivia con su gente.

Como en la historia se ve
los mapuches y araucanos
fueron indios muy baqueanos
y buenos para correr.
Fueron indios de temer
Lautaro y Caupolicán
de las manos se les van
estos héroes valerosos
lucharon contra los godos
con cordura y con afán.

Jordá. Miguel. La Biblia del Pueblo. Editorial Salesiana, 1978, pp 353.

DÉCIMA

GUERRA A LOS CACIQUES INDIOS
(Bernardino Guajardo – Malloa)

Todos los indios alzados
nos han declarado guerra
es preciso ir a su tierra
y acabar con los malvados.

Se reunió un Parlamento
de sesenta y tres caciques
y entre aquellos pichiñiques
hicieron el juramento
de dar el último aliento
o acabar nuestros soldados
los puntos fortificados
mayor encono les dan
y por esta causa están
todos los indios alzados.

Treinta mil lanzas al frente
de nuestras armas pondrán
marchando a mal rumbo van
esto es claro y evidente.
Sufrir a tanto insolente
es una cosa que aterra
y si nuestro plan se yerra
harán mayores destrozos
los salvajes codiciosos
nos han declarado la guerra.

Ya de sus límites pasan
bandadas de indios ladrones
llegan a las poblaciones
y con lo que hallan arrasan.
Las haciendas despedazan
y se internan en la sierra
si el gobierno los encierra
todos irán al abismo
y a atajarlos ahora mismo
es preciso ir a su tierra.

Un día leyendo el diario
donde noticias registro
decía murió un ministro
en manos de estos contrarios.
Y por eso es necesario
mandar hombres bien armados
batallones esforzados
y buenas caballerías
caer sobre sus guaridas
y acabar con los malvados.

Al fin bravos mocetones
preparen bien el coleto
porque en el mayor aprieto
se verán por fanfarrones.
Ya cesarán sus malones
y tantas atrocidades
a castigar sus maldades
van soldados de coraje
y más no piense el salvaje
invadir nuestras ciudades.

Jordá. Miguel. La Biblia del Pueblo. Editorial Salesiana, 1978, pp 366

EL PUEBLO ARAUCANO

(Gabriela Mistral)

Extraño pueblo el araucano entre los otros pueblos indios, y el menos averiguado de todos, el más aplastado por el silencio, que es peor que un “progrom” para aplastar una raza en la liza del mundo.

Mientras norteamericanos y alemanes fojean el suelo de Yucatán, su archivo acostado en arcillas leales, donde la raza está mucho mejor contada que en los dudosos historiadores-soldados, y la remoción entrega cada mes novedades grandes y pequeñas; mientras el sistema de vida social quechua-aimará sigue recibiendo comentario y comentario sapientes que lo hacen el abuelo del hecho ruso contemporáneo, a nadie le ha importado gran cosa –excepto a unos dos o tres especialistas y a otros tantos misioneros– la formidable raza gris, la mancha de águilas cenicientas que vive Biobío abajo, si vivir es eso y no acabarse.

Su epopeya tuvo ese pueblo, una merced con que el conquistador no regaló a los otros, el apelmazado bouquin de Alonso de Ercilla, que pesa unos quintales de octavas tan generosas como imposibles de leer en este tiempo.

Cualquiera hubiera pensado que un pueblo dicho en poema épico, referido elogiosamente por el enemigo, exaltado hasta la colección de clásicos españoles, sería un pueblo de mejor fortuna en su divulgación, bien querido por las generaciones que venían y asunto de cariño permanente dentro de la lengua. No hay tal; la intención generosa sirvió en su tiempo de reivindicación –si es que de eso sirvió–, pero la obra se murió en cincuenta años de la mala muerte literaria que es la del mortal aburrimiento, la de disgustar por el tono falso, que estos tiempos sinceros no perdonan, y de enfadar por el calco homérico ingenuo, de toda ingenuidad.

Lástima grande por el cantor, que fue soldado noble, pieza de carne dentro de la máquina infernal de la conquista, y más lástima aún por la raza que pudo vivir, hasta sin carne alguna, metida en el cuerpo de una buena epopeya, que no le quedaba ancha, sino a su medida.

El bueno de Ercilla trabajó con sudores en esa loa nutrida de trescientas páginas, compuestas en las piedras de talla de las octavas reales. Cumplió con todos los requisitos aprendidos en su colegio para la manipulación de la epopeya; masticó Ilíadas y Odiseas para reforzarse el aliento, e hizo, jadeando, el transporte de la epopeya clásica hasta la Araucanía del grado 40 de latitud sur. Tan fiel quiso ser a sus modelos, según se lo encargaron sus profesores de retórica; tan presente tuvo sus Aquiles y sus Ajax, mientras iba escribiendo; tan convencido estaba el pobre, de que la regla para el canto es una sola, según la catolicidad literaria, que se puso a cantar y contar lo mismo que Homero cantó a sus aqueos, a los indios salvajes que cayeron en sus manos.

Bastante pena se siente de la nobleza de propósito y de la artesanía desperdiciada. La Araucana está muerta y sin señales de resurrección dichosa, aunque me griten: “¡sacrilegio!”, los letrados ancianos, y por ancianos inocentones y pacienzudos, que la leen aún y la comentan en Chile –que en España y América a ninguno se le ocurre ya comentarla ni leerla–. Tocada por donde la tañan, no suena a plata cristalina de verdad; responde como esas campanas de palo que hacía cierto burlón. Menos que sonar gafamente, echa la pobre aquellas sangres tibias que manan todavía tantos libros viejos cuando se les punza cariñosamente. Manoseada por el curioso del año treinta y dos, nuestra Araucana se nos queda en la mano como un pedazote de pasta de papel pesada y sordísima.

No importa el mal poema: la raza vivió el valor magnifico; la raza hostigó y agotó a los conquistadores; el pequeño grupo salvaje, sin proponérselo, vengó a las indiadas laxas del continente y les dejó, en buenas cuentas, lavada su honra.

El pueblo araucano se sume y se pierde para el mundo después de su asomada a la epopeya. La conquista de Chile se consuma en toda la extensión del territorio, excepto en la zona de la maravillosa rebeldía; la Colonia sacude de tanto en tanto su modorra para castigar a la digna indiada con incursiones sangrientas y rápidas que la aplacan por uno o dos años. Acabado el coloniaje vulgar y poltrón, llegará la independencia sin traer novedades hazañosas en la zona centauresca, trayendo sólo ciertos procedimientos nuevos en la lucha.

El mestizaje criollo había de ser igual o peor que la casta ibera hacia la raza materna, y de maternidad ennoblecedora de él mismo, a quien alabará siempre en los discursos embusteros de las fiestas, pero a la evitará dejar subsistente y entera. El mestizaje descubriría la manera de desfondar la fortaleza araucana y de relajar su testarudez dando rienda suelta a sus vicios, particularmente a la embriaguez en unas ocasiones, y enloquecerla con la pérdida del suelo en otras, señalándole la famosa “reducción”, la sabida “reserva”, como un marco insalvable.

Los españoles, vencidos y echados, han debido reírse de buena gana muchas veces de cómo el criollo americano, en todas partes, continuó el aniquilamiento del aborigen con una felonía redonda que toma el contorno del perfecto matricidio.

Mucho se ha asegurado que el alcoholismo es la causa más fuerte de la destrucción indígena o la única de las causas. La que escribe vivió en una ciudad chilena rodeada de una “reducción”, y puede decir alguna cosa de lo que entendió mirándoles vivir un tiempo.

Creo que estas indiadas, como todas las demás, fueron aventadas, enloquecidas y barbarizadas en primer lugar por el despojo de su tierra: los famosos “lanzamientos” fuera de su suelo, la rapiña de una región que les pertenecía por el derecho más natural entre los hechos naturales.

Hay que saber, para aceptar esta afirmación, lo que significa la tierra para el hombre indio; hay que entender que la que para nosotros es una parte de nuestros bienes, una lonja de nuestros numerosos disfrutes, es para el indio su alfa y su omega, el asiento de los hombres y de los dioses, la madre aprendida como tal desde el gateo del niño, algo como una esposa por el amor sensual con que se regodea en ella y la hija suya por siembras y riegos. Estas emociones se trenzan en la pasión profunda del indio por la tierra. Nosotros, gentes perturbadas y corrompidas por la industria; nosotros, descendientes de españoles apáticos para el cultivo, insensibles de toda insensibilidad para el paisaje, y cristianos espectadores en vez de paganos convividotes con ella, no llegaremos nunca al fondo del amor indígena por el suelo, que hay que estudiar especialmente en el indio quechua, maestro agrario en cualquier tiempo.

Perdiendo, pues, la propiedad de su Ceres reconfortante y nutridora, estas gentes perdieron cuantas virtudes tenían en cuanto clan, en cuanto a hombres y en cuanto a simples criaturas vivas. Dejaron caer el gusto del cultivo, abandonaron la lealtad a la tribu, que derivaba de la comunidad agrícola, olvidaron el amor de la familia, que es, como dicen los tradicionalistas, una especie de exhalación del suelo, y una vez acabado en ellos el cultivador, el jefe de familia y el sacerdote o el creyente, fueron reentrando lentamente en la barbarie –entrando, diría yo, porque no eran la barbarie pura que nos han pintado sus expoliadores–. Después de rematar nuestra rapiña, nos hemos puesto a lavar a lejía la expoliación, hasta dejarlo de un blanco de harina. Robar a salvajes es servir la voluntad de un dios, que tendría una voluntad caucásica…

El anexo de mi Liceo de Niñas de Temuco funcionaba vecino al juzgado: la mayor parte de la clientela de aquella sucia casa de pleitos, resolvedora de riñas domingueras, la daba, naturalmente, la indiada de los contornos.

Cada día pasaba yo delante de ese montón de indios querellosos o querellados, que esperaba su turno en la acera, por conversar con las mujeres que habían venido a saber la suerte que corría el marido o el hijo.

Sus caras viriles, cansadas del mayor cansancio que puede verse en este mundo, me irritaban acaso por un resabio de la apología ercillana, acaso por simple sentimiento de mujer que no querría nunca mirar expresión envilecida hasta ese punto en cara de varón. Pero una cosa me clavaba siempre en la puerta del colegio, expectante y removida: la lengua hablada por las mujeres, una lengua en gemido de tórtola sobre la extensión de los trigos, unas parrafadas de santas Antígonas sufridas que ellas dirigían a sus hombres, y cuando quedaban solas, una centinela de rezongo piadoso o quién sabe si de oración antigua, mientras el blanco juzgador, el blanco de todos los climas, ferozmente legal, decía su fallo sin saber la lengua del reo, allá adentro.

Dejé aquella ciudad de memoria amarga para mí, y no volvió a caer en mis oídos acento araucano en quince años, hasta este año de 1932, cuando mis discos me la han traído a Europa a conmoverme de una emoción que tiene un dejo de remordimiento.

Digo sin ningún reparo “remordimiento”. Creo a pies juntillas en los pecados colectivos de los que somos tan responsables como de los otros, y es el dogma de la comunión de los santos el que me ha traído en su espalda el dogma mellizo. Nos valen, dice el primero, los méritos de los mejores, y se comunican desde el primero al último de nosotros como el ritmo de las manos en la ronda de niños; nos manchan y nos llagan, creo yo, los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras.

Mistral, Gabriela. Escritos Políticos. Selección, prólogo y notas de Jaime Quezada. Fondo de Cultura Económica Chile S.A., 1995, pp 45-49.

El autor de esta selección (Jaime Quezada) agrega que este escrito es “parte medular de un artículo más extenso –Música araucana– y publicado originalmente en LA NACIÓN, Buenos Aires, 17 de abril, 1932. Lo recoge también Alfonso M. Escudero, O.S.A. en Recados contando a Chile, Editorial del Pacífico, Santiago, 1957, pp. 80-90.

GANDHI

Mirando hacia atrás uno se pregunta hasta qué punto la propia India comprendió a Gandhi y creyó en él. El mismo Tagore, uno de los mayores talentos de la India contemporánea, dudó del Mahatma y lanzó contra él la acusación con la que tan familiarizados estamos en Occidente. Para Tagore, la “no-cooperación” (con los británicos) no era más que negación, derrotismo y pasividad. Desde siempre, la principal y más persistente objeción a Gandhi ha sido la de que estaba anclado en el pasado. Se le acusa de no ver que la India no tenía otra alternativa que aceptar los valores y los métodos de Occidente con todo lo que ello implicaba, incluyendo el rechazo de lo que era más genuina y característicamente oriental.

Así, para Tagore, el rechazo a asistir a las escuelas del gobierno británico (que Gandhi había sugerido) no era más que una retirada a una especie de gueto hindú. Tagore creía que había que hacer todo lo posible para adquirir las técnicas y las actitudes del hombre occidental para, una vez adquiridas, volverlas contra el opresor. Ésta ha sido la forma entusiásticamente adoptada por la China comunista, por ejemplo.

La idea gandhiana era bastante distinta. Gandhi declaró que la “no-cooperación es una protesta contra la participación inconsciente en involuntaria en el mal”. En realidad, las instituciones del colonialismo no tenían como objetivo elevar y liberar a los indios. Por el contrario, “las escuelas del gobierno nos han acobardado, dándonos sólo desesperanza e impiedad. Nos han llenado de descontento, y no dándonos ningún remedio para él, nos han sumido en el mayor de los abatimientos. Han hecho de nosotros lo que ellos esperaban: oficinistas e intérpretes”.

Merton, Thomas. Gandhi y la no-violencia. Ediciones Oniro, S.A. España, 1998, pp 50-51.

¿Por qué comparto este fragmento, extraído de la obra de un religioso católico? (Thomas Merton es un intelectual católico que se ocupa en este libro en mostrar una selección de escritos hechos por Gandhi, en los que se explica su política de la no-violencia frente al colonialismo británico).

Por la cita final: “las escuelas del gobierno nos han acobardado, dándonos sólo desesperanza e impiedad. Nos han llenado de descontento, y no dándonos ningún remedio para él, nos han sumido en el mayor de los abatimientos. Han hecho de nosotros lo que ellos esperaban: oficinistas e intérpretes”; pues muchas veces he pensado en qué nos ha convertido el sistema educacional chileno, entre otras instituciones; sobre todo cuando me encuentro con profesionales mapuche que además de su apellido no parecen conservar nada de su identidad indígena.

YAWAR FIESTA

En la novela Yawar Fiesta (Fiesta Sangrienta) culmina el proceso de búsqueda de un estilo en que el milenario idioma quechua lograra transir el castellano y convertirse en un instrumento de expresión suficiente y libre para reflejar las hazañas, el pensamiento, los amores y odios del pueblo andino de ascendencia hispanoindia. No sólo de la multitud de habla quechua monolingüe sino la de los herederos de los conquistadores que en cuatro siglos fueron medularmente influidos por el universo andino vivo y palpitante en la lengua indígena.

En la novela podrá el lector sentir, podrá olfatear y aun confundirse, compenetrarse, con las tan profundas y originalísimas confluencias y conflictos están vívidos en los acontecimientos narrados, muy singularmente épicos, como singularísimos son los agentes que desencadenan esas aventuras.

El autor pasó parte de su infancia y adolescencia en Puquio, escenario de la novela. Cuando visitó los cuatro ayllos-comunidades que forman el pueblo de Puquio, dieciocho años después de publicada la obra, quedó deslumbradamente feliz de encontrar cómo en Yawar Fiesta los indios, los mestizos, los terratenientes y sus tensas relaciones, y el majestuoso, bravío, quebradísimo y tierno estaban descritos en la obra como si hubieran sido interpretados, cantados en el onomatopéyico quechua que contiene en sus sílabas casi la esencia material de las cosas y el modo cómo en esas materias el hombre se ha derramado para siempre. Debo advertir, también, que este relato podrá acaso desencantar a los muy amantes de las grandes conquistas formales de la novelística moderna. Es una obra original por el estilo y la lengua y por las revelaciones que es posible que ofrezca acerca del tan intrincado, tan poco conocido universo andino, allí donde es más densamente poblado y antiguo.

Para la mejor información de los lectores, el director de la colección en que esta obra aparece editada en Chile, ha elegido con acierto para ser insertado a manera de prólogo, un artículo que escribí en 1950 acerca de cómo y por qué consideramos esta novela como la culminación de una verdadera lucha que tuvo que librar un autor de lengua quechua para convertir el castellano en un medio de expresión libre y suficiente. Estas líneas son una especie de prólogo de ese prólogo.

J.M.A.
Santiago de Chile, 17 de junio de 1968

Arguedas, José María. Yawar Fiesta, Editorial Universitaria, segunda edición. Santiago de Chile, 1973, pp 9-10.